Cuando InnovaCorp irrumpió en el sector tecnológico en 2017, todo parecía encaminado al éxito. Un equipo brillante, una propuesta innovadora y un crecimiento meteórico. La empresa se promocionaba como un espacio de libertad creativa, donde cada colaborador tenía voz y podía desafiar lo establecido. Sin jerarquías rígidas, sin burocracia, sin “jefes tradicionales”. Solo talento, innovación y velocidad.
El problema fue que, a medida que crecían, ese espíritu libre se convirtió en caos. Cada equipo trabajaba a su manera, sin un marco común de referencia. En el departamento de desarrollo, el lema era "lanzar rápido y corregir sobre la marcha". En operaciones, la prioridad era la estabilidad y evitar riesgos. En ventas, lo importante era cerrar acuerdos, sin importar las capacidades reales de entrega. Los conflictos entre áreas se volvieron inevitables.
Al principio, los fundadores minimizaron los problemas. "Es parte del crecimiento", decían. Pero cuando los primeros empleados clave comenzaron a renunciar, la señal de alarma se hizo evidente. La rotación aumentó, los clientes se quejaban de promesas incumplidas y el ritmo de innovación se desaceleró. Lo que había sido su fortaleza—la agilidad y la flexibilidad—se transformó en su mayor debilidad.
La directiva reaccionó imponiendo más estructura: reportes semanales, métricas estrictas, supervisión más cercana. Pero el remedio resultó peor que la enfermedad. La presión generó miedo, la creatividad se evaporó y el equipo pasó de sentirse empoderado a sentirse vigilado. La cultura de confianza se convirtió en cultura de control. Para algunos, fue la excusa perfecta para irse; para otros, significó bajar la cabeza y hacer solo lo mínimo necesario.
El punto de quiebre llegó con el lanzamiento fallido de su nuevo software insignia. Un desarrollo apresurado, problemas de compatibilidad y un servicio postventa desbordado. Un desastre. Fue entonces cuando los líderes de InnovaCorp entendieron que su problema no era técnico, ni de mercado. Era cultural. Algo más profundo que ninguna política podía arreglar de la noche a la mañana.
Las lecciones llegaron tarde, pero llegaron. Como habría dicho Schein (1985), la cultura no se cambia con discursos ni nuevas reglas, sino transformando los supuestos invisibles que rigen el comportamiento organizacional. La empresa abandonó el enfoque de control y priorizó la seguridad psicológica (Edmondson, 1999), permitiendo que las personas expresaran problemas sin miedo a represalias. También comprendieron que la competencia interna los estaba destruyendo y cambiaron su sistema de incentivos, alineándolo con objetivos compartidos en lugar de individuales (Porter, 1996).
Inspirados en Laloux (2014), rediseñaron la estructura organizacional hacia un modelo más participativo. Se eliminaron capas innecesarias de supervisión, se promovió la autogestión y se establecieron círculos de liderazgo donde las decisiones se tomaban de forma colaborativa. Además, adoptaron el concepto de mindset de crecimiento de Dweck (2006), impulsando la mejora continua en lugar de premiar únicamente los resultados inmediatos.
El impacto fue profundo. Dos años después, la rotación había disminuido un 40 %, la colaboración entre áreas se fortaleció y el nivel de compromiso de los empleados alcanzó su punto más alto. InnovaCorp entendió que la cultura no es un discurso, sino el resultado de cómo se toman las decisiones y cómo se trata a las personas en el día a día.
En el próximo artículo, abordaremos el gran desafío: cómo construir una cultura organizacional que no solo sobreviva, sino que impulse el crecimiento y la innovación de manera sostenible.