De chatarra a dignidad

el taller de los milagros en Ciudad Bolívar

A Marta la empujaron dos veces: la primera fue cuando los paramilitares la sacaron de su finca en el Urabá antioqueño. La segunda, cuando el sistema de salud le dijo que la silla de ruedas que le entregaron a su hijo ya no tenía garantía. “Vaya al centro de salud y pida otra por la EPS,” le dijeron. La EPS —Entidad Promotora de Salud— es el intermediario entre el ciudadano y los servicios médicos en Colombia. En teoría, debería garantizar atención. En la práctica, es una maraña de papeles, turnos y promesas sin cumplir.


Marta no tenía tiempo para esperar. Su hijo, Julián, de 10 años, con parálisis parcial, había dejado de ir a clases porque su silla estaba rota. Vivían en Jerusalén, un barrio popular de Ciudad Bolívar, donde la pendiente es brutal y el pavimento escaso. Marta caminó tres días buscando ayuda: ferreterías, centros comunitarios, incluso basureros. Lo que no encontró en instituciones, lo encontró en escombros.


Primero fue una rueda de carretilla. Luego, el marco de una cama oxidada. Después, un cinturón de seguridad de un viejo taxi. Con eso, y la ayuda de Don Elías —un herrero jubilado que vivía a dos casas— Marta soldó una silla nueva. No perfecta. Pero fuerte. Suficiente para que Julián volviera a la escuela. Y esa fue la primera chispa.


Una vecina que cuidaba a su madre postrada la vio pasar. Luego un joven con una pierna ortopédica mal ajustada. Pronto, llegaron más. El garaje se convirtió en taller. La mesa de la cocina, en banco de trabajo. Marta no lo sabía, pero estaba creando un modelo de innovación que académicos como Navi Radjou llamarían frugal: “crear más valor con menos recursos, de manera sostenible, inclusiva y colaborativa” (Radjou et al., 2012, p. 5).


No había pitch, ni PowerPoint, ni mentor de aceleradora. Había necesidad, ingenio y solidaridad. En seis meses, Marta y un puñado de vecinos fabricaron 34 dispositivos de movilidad. Cada uno único. Ninguno costaba más de 25.000 pesos en materiales reciclados (unos 6 dólares). Los vendía a quien podía pagar. A los demás, se los regalaba.


Pero el punto de quiebre llegó cuando una ONG internacional, al enterarse del proyecto, ofreció financiamiento y "formalización". Marta dudó. Nunca había registrado una empresa. Aceptó un primer microcrédito. Llegaron las capacitaciones, los formularios, las auditorías. El taller paró. Dos voluntarios se fueron. El ruido de la sierra se apagó.


“Esto no es empresa, esto es necesidad,” le dijo a la coordinadora del proyecto. Y devolvió el dinero.


Esa fue su tercera decisión clave: desobedecer la ayuda bienintencionada que desvirtuaba su propósito. Retomar la frugalidad no como carencia, sino como fuerza creativa. Hoy, el taller volvió a operar. Pequeño, desordenado, vital. Cada dispositivo lleva un nombre: el del beneficiario. No hay marca, hay memoria.


Lecciones:


  • La escasez no es el problema. La imposición de modelos ajenos, sí.
  • La innovación frugal no pide permiso, actúa. No crece en Excel, crece en la urgencia.
  • Donde el sistema falla, las personas reinventan el sistema.


En el siguiente y último artículo, revelaremos el método detrás del caos. ¿Cómo se diseña un camino de cambio sin capital, sin estructuras y sin permisos? Lo que aprendimos de Marta no cabe en manuales. Pero sí puede inspirar el tuyo.

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La Frugalidad como Rebelión
cuando innovar es desobedecer