Nos entrenaron para sobrevivir, no para crear. Desde niños aprendimos a no equivocarnos, a seguir reglas, a evitar el ridículo. Hoy le llamamos “evaluación de riesgos” a lo que, en el fondo, es miedo con corbata. Pero no es sensatez. Es parálisis elegante.
El verdadero problema no es fracasar. Es fracasar sin haberlo intentado. No duele perder. Duele saber que nunca entraste en la arena. Lo que frena no es el riesgo en sí, sino el juicio social de haberlo asumido. Por eso se vuelve más cómodo congelarse que exponerse. Le decimos estrategia, pero es evasión.
La tesis es brutal y sencilla: el miedo no se elimina, se gestiona con coraje informado. Los grandes innovadores no son héroes temerarios; son funcionales. No buscan certezas. Buscan asimetrías donde arriesgan poco y pueden ganar mucho. El riesgo sigue ahí, pero su forma de percibirlo es distinta. No paraliza, activa.
¿Y los prudentes? Argumentan que el análisis y el control evitan errores. Y tienen razón… cuando todo es predecible. Pero en contextos caóticos, ambiguos y volátiles, el exceso de planificación no es sabiduría: es una forma sofisticada de postergar lo inevitable. Esperar "el momento adecuado" puede ser la estrategia perfecta para no hacer nada nunca.
Tomemos el caso de Clara, ingeniera brillante, con una idea disruptiva para optimizar el uso energético en procesos industriales. Tres años perfeccionando el modelo. Nunca lanzó. Siempre faltaba un dato más, un ensayo más, una señal más. Mientras tanto, otra startup, menos refinada pero más osada, salió al mercado… y se quedó con el espacio. Clara no falló por errar. Falló por no jugar. El miedo, disfrazado de sensatez, le robó el futuro.
Si esto te incomoda, bien. Esa es la intención. En la próxima entrega de esta serie exploraremos cómo el cerebro evalúa el riesgo y por qué, lejos de buscar la verdad o la oportunidad, busca sobrevivir. Vamos a hackear al sistema nervioso. Te espero.