La inteligencia emocional ha sido celebrada como el eslabón perdido entre la humanidad y la productividad empresarial. Su historia teórica recorre un sendero que va desde el ámbito de la psicología hasta las salas de juntas, posicionándose como un supuesto diferenciador en el liderazgo. Pero ¿es realmente así? ¿Hasta qué punto la teoría de la inteligencia emocional, desde sus clásicos hasta sus versiones modernas, es aplicable en la práctica? Este artículo se adentra en ese debate, llevando a dialogar a las grandes mentes detrás de este concepto y desafiando la ortodoxia que rodea su uso en el contexto corporativo.
Iniciamos con el psicólogo Daniel Goleman, quien popularizó el término “inteligencia emocional” en 1995, proponiendo que competencias como la autoconciencia y la empatía no solo complementan el intelecto sino que lo amplifican, marcando la diferencia entre líderes ordinarios y extraordinarios (Goleman, 1995). La obra de Goleman planteó que estos “soft skills” eran tan o más importantes que las habilidades técnicas, dando origen a una corriente que rápidamente fue adoptada por corporaciones y líderes en busca de algo más que eficiencia. Sin embargo, a medida que el concepto creció, también lo hicieron las críticas. Para Richard E. Boyatzis, quien amplió el enfoque en la década de 2000, la inteligencia emocional es efectiva solo en contextos donde hay una cultura organizativa favorable; fuera de ese ambiente, se vuelve superficial (Boyatzis, 2008). Esto sugiere que las “habilidades emocionales” no son independientes, sino que dependen del contexto en el que se ejercen, cuestionando la idea de que la inteligencia emocional sea una panacea universal.
Más allá de las posturas iniciales, autores contemporáneos como Vanessa Druskat y Steven B. Wolff han dado un paso adelante con el concepto de “inteligencia emocional colectiva”, una versión de la teoría que aborda la capacidad emocional de los equipos y no solo de los individuos (Druskat & Wolff, 2001). Esta perspectiva sugiere que la inteligencia emocional no debe enfocarse en el líder o el empleado de manera aislada, sino en la creación de un sistema emocionalmente cohesivo, donde los equipos sean capaces de regular sus emociones colectivas en función de los objetivos comunes. Aunque esto suena ideal en teoría, ¿qué tan viable es en la práctica? La inteligencia colectiva puede generar cohesión, sí, pero también amenaza con imponer una conformidad emocional donde las diferencias individuales se suprimen, en pos de la “armonía grupal” (Peterson & Seligman, 2004).
Este dilema teórico se hace aún más complejo cuando consideramos los estudios recientes en neurociencia emocional. David Rock, fundador del Instituto NeuroLeadership, ha señalado que la “auto-regulación emocional” depende de una serie de factores neurobiológicos que no siempre están bajo el control de la voluntad (Rock, 2009). En otras palabras, no todos los empleados pueden regular sus emociones de manera uniforme; la estructura cerebral y el contexto social juegan roles críticos. Así, esperar que una empresa adopte la inteligencia emocional de forma homogénea es tan ilusorio como suponer que todos sus colaboradores comparten la misma capacidad de adaptación emocional. Entonces, ¿de qué sirve una teoría que exige una conformidad neurobiológica y cultural imposible?
La teoría, aunque bien intencionada, parece tambalearse cuando se enfrenta a la realidad. El concepto de inteligencia emocional ha evolucionado para incluir enfoques colectivos y neurológicos, pero su implementación sigue dependiendo de condiciones ideales difíciles de cumplir en la empresa promedio. Los críticos apuntan a que la inteligencia emocional, aunque atractiva en papel, es en gran medida dependiente de la capacidad de una organización para crear entornos seguros y emocionalmente acogedores —un lujo que pocas empresas están dispuestas a financiar.
La inteligencia emocional sigue siendo un ideal teórico más que una realidad aplicada. La diversidad de perspectivas, desde Goleman hasta Druskat y Rock, demuestra que la inteligencia emocional es un concepto en evolución, pero uno que desafía la practicidad en su aplicación total. La empresa que se aventure a implementarla debe hacerlo con ojos bien abiertos, sabiendo que la teoría y la práctica rara vez coinciden. En el próximo artículo exploraremos cómo este debate teórico se aplica en el caso de una empresa real que decidió llevar la inteligencia emocional a su núcleo organizacional.
Referencias
- Boyatzis, R. E. (2008). Competencies in the 21st century. Journal of Management Development.
- Druskat, V. U., & Wolff, S. B. (2001). “Building the Emotional Intelligence of Groups”. Harvard Business Review, 79(3), 80–90.
- Goleman, D. (1995). Emotional Intelligence: Why It Can Matter More Than IQ. Bantam Books.
- Peterson, C., & Seligman, M. E. P. (2004). Character Strengths and Virtues: A Handbook and Classification. Oxford University Press.
- Rock, D. (2009). Your Brain at Work: Strategies for Overcoming Distraction, Regaining Focus, and Working Smarter All Day Long. Harper Business.